No
obstante, cuando llegue la meta ignominiosa con su minuto letal,
ese único que no transcurre, ya no habrá reloj o
corazón capaz de detectar el silencio infinito. En Pacheco
el tiempo depende en última instancia de la muerte, ese
"intenso garabato", y de ahí su desolación.
La imagen del polvo ha sido sabiamente elegida como atributo de
la desintegración. Todo vuelve a ser polvo: "el polvo,
ese lenguaje / que hablan todas las cosas". Sin embargo,
el polvo no sólo afecta y subordina al hombre y su destino;
también carcome las cosas, esa realidad inanimada que en
algún momento pudo el poeta suponer que lo defendería
contra el vacío: "...el polvo / devora el interior
de los objetos", dirá en El reposo del fuego.
Sólo un año después, en la novela Morirás
lejos¸ uno de los personajes convendrá en que
"las palabras son alusiones, ilusiones". Entre la alusión
y la ilusión vive el poeta su tránsito especular,
durante el cual todo se refleja en todo, y entonces, la ilusión
del reflejo en el reflejo, y el reflejo de la ilusión en
la ilusión, van configurando ese imaginario distanciamiento
de la muerte, que, de pronto, ante la repentina ausencia de una
ilusión/espejo, se convierte en agobiante cercanía.
Sin duda, "vivir es ir muriendo" y, por si eso fuera
poco: "Regresar ¿a dónde? / A todas partes
vamos a no volver". Puesto a elegir entre Buda, Quevedo,
Baudeliere y Heráclito, legados todos que conscientemente
asume, el poeta se inclina dolorosamente por Heráclito,
para quien, a pesar del panta rhei, todo volverá
al fuego y se consumirá en una hoguera universal.
Embarcado
en el rumbo heracliteano, Pacheco va alternando su conflicto vida/muerte
con la contradicción agua/fuego, pero es el fuego el que
le brinda los adecuados elementos para convertir en alegoría
la dimensión de su angustia. Además del tiempo y
la muerte, esas constantes, hay otros referentes en la obra poética
de Pacheco: la noche, el fuego, el mar, el polvo. No obstante,
esos temas se encadenan con naturalidad, quizá porque todos
forman parte de lo mismo, son distintas variantes de lo mismo.
El
primer libro trata, como es sabido, de los elementos de la noche;
el segundo, del reposo del fuego. O sea, que el fuego recoge el
testigo de las manos oscuras de la noche. Aquí y allá
hay versos que documentan ese tránsito. "La noche
arde en su fuego", dice en el primer libro: "Toda la
noche vi crecer el fuego", retoma en el segundo. Noche y
fuego; fuego y noche. El fuego se condena a sí mismo: destruye
y se destruye. Aniquila para renacer. "Toma la antorcha,
/ prende fuego al desastre. / Y otra hoguera florezca." Es
claro que el imprevisible mundo, renacido del fuego, trae consigo
otra angustia:
Pero,
¿es acaso el mundo un don del fuego
o su propia manera ya cansada
de nunca terminar
le dio existencia?
Y
otra vez el testigo, tan perecedero como el fuego:
Arden
las llamas,
mundo y fuego.
Mira
las hoja al viento,
tan triste
de la hoguera.
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