Prólogo de Mario Vargas Llosa a las obras completas de Julio Cortázar

 


En su caso, a diferencia de tantos colegas nuestros que optaron por una militancia semejante pero por esnobismo u oportunismo —un modus vivendi y una manera de escalar posiciones en el establecimiento intelectual, que era y en cierta forma sigue siendo monopolio de la izquierda en el mundo de lengua española—, esta mudanza fue genuina, más dictada por la ética que por la ideología (a la que siguió siendo alérgico) y de una coherencia total. Su vida se organizó en función de ella, y se volvió pública, casi promiscua, y buena parte de su obra se dispersó en la circunstancia y en la actualidad, hasta parecer escrita por otra persona, muy distinta de aquella que, antes, percibía la política como algo lejano y con irónico desdén. (Recuerdo la vez que quise presentarle a Juan Goytisolo: "Me abstengo —bromeó—. Es demasiado político para mí"). Como en la primera, aunque de manera distinta, en esta segunda etapa de su vida dio más de lo que recibió, y aunque creo que se equivocó muchas veces, incluso en esas equivocaciones había tan manifiesta inocencia e ingenuidad que era difícil perderle el respeto. Yo no se lo perdí nunca, ni tampoco el cariño y la amistad, que —aunque a la distancia— sobrevivieron a todas nuestras discrepancias políticas.

Pero el cambio de Julio fue mucho más profundo y abarcador que el de la acción política. Yo estoy seguro de que empezó un año antes del 68, al separarse de Aurora. En 1967, ya lo dije, estuvimos los tres en Grecia, trabajando junto como traductores. Pasábamos la mañana y la tarde sentados en la misma mesa, en la sal de conferencias del Hilton, y las noches en los restaurantes de Plaka, al pie de la Acrópolis, donde infaliblemente íbamos a cenar. Y juntos recorrimos museos, iglesias ortodoxas, templos y, en un fin de semana, la islita de Hydra. Cuando regresé a Londres, le dije a Patricia: "La pareja perfecta existe. Aurora Y Julio han sabido realizar ese milagro: un matrimonio feliz". Pocos días después recibí carta de Julio anunciándome su separación. Creo que nunca me he sentido tan despistado.

La próxima vez que lo volvía a ver, en Londres, con su nueva pareja, era otra persona. Se había dejado crecer el cabello y tenía unas barbas rojizas e imponentes, de profeta bíblico. Me hizo llevarlo a comprar revistas eróticas y hablaba de marihuana, de mujeres, de revolución, como antes de jazz y de fantasmas. Había siempre en él esa simpatía cálida, esa falta total de la pretensión y de las poses que casi inevitablemente vuelven insoportables a los escritores de éxito a partir de los cincuenta años, e incluso cabía decir que se había vuelto más fresco y juvenil, pero me costaba trabajo relacionarlo con el de antes. Todas las veces que lo vi después —en Barcelona, en Cuba, en sociales o conspiratorias— me quedé cada vez más perplejo que la vez como el gusanito que se volvió mariposa o el faquir del cuento que luego de soñar con maharajás, abrió los ojos y estaba sentado en un trono, rodeado de cortesanos que le rendían pleitesía.

Este otro Julio Cortázar, me parece, fue menos personal y creador como escritor que el primigenio. Pero tengo la sospecha que, compensatoriamente, tuvo una vida más intensa y, acaso, más feliz que aquella de antes en la que, como escribió, la existencia se resumía para él en un libro. Por lo menos, todas las veces que lo vi, me pareció joven, exaltado, dispuesto.

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