En su caso, a diferencia de tantos colegas nuestros que optaron
por una militancia semejante pero por esnobismo u oportunismo
un modus vivendi y una manera de escalar posiciones
en el establecimiento intelectual, que era y en cierta forma sigue
siendo monopolio de la izquierda en el mundo de lengua española,
esta mudanza fue genuina, más dictada por la ética
que por la ideología (a la que siguió siendo alérgico)
y de una coherencia total. Su vida se organizó en función
de ella, y se volvió pública, casi promiscua, y
buena parte de su obra se dispersó en la circunstancia
y en la actualidad, hasta parecer escrita por otra persona, muy
distinta de aquella que, antes, percibía la política
como algo lejano y con irónico desdén. (Recuerdo
la vez que quise presentarle a Juan Goytisolo: "Me abstengo
bromeó. Es demasiado político para mí").
Como en la primera, aunque de manera distinta, en esta segunda
etapa de su vida dio más de lo que recibió, y aunque
creo que se equivocó muchas veces, incluso en esas equivocaciones
había tan manifiesta inocencia e ingenuidad que era difícil
perderle el respeto. Yo no se lo perdí nunca, ni tampoco
el cariño y la amistad, que aunque a la distancia
sobrevivieron a todas nuestras discrepancias políticas.
Pero
el cambio de Julio fue mucho más profundo y abarcador que
el de la acción política. Yo estoy seguro de que
empezó un año antes del 68, al separarse de Aurora.
En 1967, ya lo dije, estuvimos los tres en Grecia, trabajando
junto como traductores. Pasábamos la mañana y la
tarde sentados en la misma mesa, en la sal de conferencias del
Hilton, y las noches en los restaurantes de Plaka, al pie de la
Acrópolis, donde infaliblemente íbamos a cenar.
Y juntos recorrimos museos, iglesias ortodoxas, templos y, en
un fin de semana, la islita de Hydra. Cuando regresé a
Londres, le dije a Patricia: "La pareja perfecta existe.
Aurora Y Julio han sabido realizar ese milagro: un matrimonio
feliz". Pocos días después recibí carta
de Julio anunciándome su separación. Creo que nunca
me he sentido tan despistado.
La próxima vez que lo volvía a ver, en Londres,
con su nueva pareja, era otra persona. Se había dejado
crecer el cabello y tenía unas barbas rojizas e imponentes,
de profeta bíblico. Me hizo llevarlo a comprar revistas
eróticas y hablaba de marihuana, de mujeres, de revolución,
como antes de jazz y de fantasmas. Había siempre en él
esa simpatía cálida, esa falta total de la pretensión
y de las poses que casi inevitablemente vuelven insoportables
a los escritores de éxito a partir de los cincuenta años,
e incluso cabía decir que se había vuelto más
fresco y juvenil, pero me costaba trabajo relacionarlo con el
de antes. Todas las veces que lo vi después en Barcelona,
en Cuba, en sociales o conspiratorias me quedé cada
vez más perplejo que la vez como el gusanito que se volvió
mariposa o el faquir del cuento que luego de soñar con
maharajás, abrió los ojos y estaba sentado en un
trono, rodeado de cortesanos que le rendían pleitesía.
Este otro Julio Cortázar, me parece, fue menos personal
y creador como escritor que el primigenio. Pero tengo la sospecha
que, compensatoriamente, tuvo una vida más intensa y, acaso,
más feliz que aquella de antes en la que, como escribió,
la existencia se resumía para él en un libro. Por
lo menos, todas las veces que lo vi, me pareció joven,
exaltado, dispuesto.
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