Si alguien lo sabe, debe ser Aurora, por supuesto. Yo no cometo
la impertinencia de preguntárselo. Ni siquiera hablamos
mucho de Julio, en estos días calientes del verano de Deyá,
aunque él está siempre allí, detrás
de todas las conversaciones, llevando el contrapunto con la destreza
de entonces. La casita, medio escondida entre los olivos, los
cipreses, las buganvillas, los limoneros y las hortensias, tiene
el orden y la limpieza mental de Aurora, naturalmente, y es un
inmenso placer sentir, en la pequeña terraza junto a la
quebrada, la decadencia del día, la brisa del anochecer,
y ver aparecer el cuerno de la luna en lo alto del cerro. De rato
en rato, oigo desafinar una trompeta. No hay nadie por los alrededores.
El sonido sale, pues, de ese cartel de fondo de la sala, donde
un chiquillo larguirucho y lampiño, con el pelo cortado
a lo alemán y una camisita de mangas cortas el Julio
Cortázar que yo conocí juega a su juego favorito.
Noviembre
de 1992
Mario Vargas Llosa
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