Prólogo de Mario Vargas Llosa a las obras completas de Julio Cortázar

 


Si alguien lo sabe, debe ser Aurora, por supuesto. Yo no cometo la impertinencia de preguntárselo. Ni siquiera hablamos mucho de Julio, en estos días calientes del verano de Deyá, aunque él está siempre allí, detrás de todas las conversaciones, llevando el contrapunto con la destreza de entonces. La casita, medio escondida entre los olivos, los cipreses, las buganvillas, los limoneros y las hortensias, tiene el orden y la limpieza mental de Aurora, naturalmente, y es un inmenso placer sentir, en la pequeña terraza junto a la quebrada, la decadencia del día, la brisa del anochecer, y ver aparecer el cuerno de la luna en lo alto del cerro. De rato en rato, oigo desafinar una trompeta. No hay nadie por los alrededores. El sonido sale, pues, de ese cartel de fondo de la sala, donde un chiquillo larguirucho y lampiño, con el pelo cortado a lo alemán y una camisita de mangas cortas —el Julio Cortázar que yo conocí— juega a su juego favorito.

Noviembre de 1992
Mario Vargas Llosa

 


Cortázar habla con varios entrevistadores sobre la infancia, la escritura, el humor y la vida

Juego y compromiso político*

 


Regresar