A ese estilo deben las ficciones de Cortázar su poderosa
verosimilitud, el hálito de humanidad que late en todo
ellos, aun en los más intrincados,. La funcionalidad de
su estilo es tal, que los mejores textos de Cortázar parecen
hablados.
Sin
embargo, la limpidez del estilo nos engaña a menudo haciéndonos
creer que el contenido de esas historias es también diáfano,
un mundo sin sombras. Se trata de otra prestidigitación.
Porque, en verdad, ese mundo está cargado de violencia;
el sufrimiento, la angustia, el miedo acosan sin tregua a sus
habitaciones, los que, a menudo, para escapar a lo insoportable
de su condición se refugian (como Horacio Oliveira) en
la locura o algo que s ele parece mucho. Desde Rayuela
los locos ocupan un lugar central en la obra de Cortázar.
Pero la locura asoma en ella de manera engañosa, sin las
acostumbradas reverberaciones de amenaza o tragedia, más
bien como un disfuerzo risueño y algo tierno, manifestación
de la absurdidad esencial que anida en el mundo detrás
de sus máscaras de racionalidad y sensatez. Los Pintados
de Cortázar son entrañables y casi siempre benignos,
seres obsesionados con disparatados proyectos lingüísticos,
literarios, sociales, políticos, éticos, para -Como
Ceferino Pérez- reordenar y reclasificar la existencia
de acuerdo a delirantes nomenclaturas. Entre los resquicios de
sus extravagancias, siempre dejan entrever algo que los redime
y justifica: una insatisfacción con lo existente, una confusa
búsqueda de otra vida, más imprevisible y poética
(a veces pesadillezca) que aquella en la que estamos confiados.
Algo niños, algo soñadores, algo bromistas, algo
actores, los pintados de Cortázar lucen una indefensión
y una surte de integridad moral que, a la vez que despiertan una
inexplicable solidaridad de nuestra parte, nos hace sentir acusados.
Juego, locura, poesía, humor, se alían como mezclas
alquímicas, en esas misceláneas, La vuelta al
día en ochenta mundos, Último round y
el testimonio de ese disparatado peregrinaje final por una autopista
francesa, Los autonautos de la cosmopista en los que volcó
sus aficiones, manías, obsesiones, simpatías y fobias
con un alegre impudor de adolescente. Estos tres libros son otros
tantos jalones de una autobiografía espiritual y parecen
marcar una continuidad en la vida y la obra de Cortázar,
en su manera de concebir y practicar la literatura, como un permanente
disfuerzo, como una jocosa irreverencia. Pero se trata también
de un espejismo. Porque, a finales de los sesenta, Cortázar
protagonizó una de esas transformaciones que, como lo diría
él, sólo-ocurren-en-la-literatura. También
en esto fue Julio un imprevisible cronopio.
El cambio de Cortázar, el más extraordinario que
me haya tocado ver nunca en ser alguno, una mutación que
muchas veces se me ocurrió, según la versión
oficial que él mismo consagró en el
Mayo francés del 68. Se le vio entonces, en esos días
tumultuoso, en las barricadas de París, repartiendo hojas
volanderas de su invención, y confundido con los estudiantes
que querían llevar " la imaginación al poder".
Tenía cincuenta y cuatro años. Los dieciséis
que le faltaba vivir sería el escritor comprometido con
el socialismo, el defensor de Cuba y Nicaragua, el firmante de
manifestaciones y el habitué de congresos revolucionarios
que fue hasta su muerte.
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