Prólogo de Mario Vargas Llosa a las obras completas de Julio Cortázar

 


A ese estilo deben las ficciones de Cortázar su poderosa verosimilitud, el hálito de humanidad que late en todo ellos, aun en los más intrincados,. La funcionalidad de su estilo es tal, que los mejores textos de Cortázar parecen hablados.
Sin embargo, la limpidez del estilo nos engaña a menudo haciéndonos creer que el contenido de esas historias es también diáfano, un mundo sin sombras. Se trata de otra prestidigitación. Porque, en verdad, ese mundo está cargado de violencia; el sufrimiento, la angustia, el miedo acosan sin tregua a sus habitaciones, los que, a menudo, para escapar a lo insoportable de su condición se refugian (como Horacio Oliveira) en la locura o algo que s ele parece mucho. Desde Rayuela los locos ocupan un lugar central en la obra de Cortázar. Pero la locura asoma en ella de manera engañosa, sin las acostumbradas reverberaciones de amenaza o tragedia, más bien como un disfuerzo risueño y algo tierno, manifestación de la absurdidad esencial que anida en el mundo detrás de sus máscaras de racionalidad y sensatez. Los Pintados de Cortázar son entrañables y casi siempre benignos, seres obsesionados con disparatados proyectos lingüísticos, literarios, sociales, políticos, éticos, para -Como Ceferino Pérez- reordenar y reclasificar la existencia de acuerdo a delirantes nomenclaturas. Entre los resquicios de sus extravagancias, siempre dejan entrever algo que los redime y justifica: una insatisfacción con lo existente, una confusa búsqueda de otra vida, más imprevisible y poética (a veces pesadillezca) que aquella en la que estamos confiados. Algo niños, algo soñadores, algo bromistas, algo actores, los pintados de Cortázar lucen una indefensión y una surte de integridad moral que, a la vez que despiertan una inexplicable solidaridad de nuestra parte, nos hace sentir acusados.

Juego, locura, poesía, humor, se alían como mezclas alquímicas, en esas misceláneas, La vuelta al día en ochenta mundos, Último round y el testimonio de ese disparatado peregrinaje final por una autopista francesa, Los autonautos de la cosmopista en los que volcó sus aficiones, manías, obsesiones, simpatías y fobias con un alegre impudor de adolescente. Estos tres libros son otros tantos jalones de una autobiografía espiritual y parecen marcar una continuidad en la vida y la obra de Cortázar, en su manera de concebir y practicar la literatura, como un permanente disfuerzo, como una jocosa irreverencia. Pero se trata también de un espejismo. Porque, a finales de los sesenta, Cortázar protagonizó una de esas transformaciones que, como lo diría él, sólo-ocurren-en-la-literatura. También en esto fue Julio un imprevisible cronopio.

El cambio de Cortázar, el más extraordinario que me haya tocado ver nunca en ser alguno, una mutación que muchas veces se me ocurrió, según la versión oficial —que él mismo consagró— en el Mayo francés del 68. Se le vio entonces, en esos días tumultuoso, en las barricadas de París, repartiendo hojas volanderas de su invención, y confundido con los estudiantes que querían llevar " la imaginación al poder". Tenía cincuenta y cuatro años. Los dieciséis que le faltaba vivir sería el escritor comprometido con el socialismo, el defensor de Cuba y Nicaragua, el firmante de manifestaciones y el habitué de congresos revolucionarios que fue hasta su muerte.

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