Prólogo de Mario Vargas Llosa a las obras completas de Julio Cortázar

 


En el mundo cortazariano la realidad banal comienza insensiblemente a resquebrajarse y a ceder a unas presiones recónditas, que la empujan hacia lo prodigioso, pero sin precipitarla de lleno en él, manteniéndola en una surte de intermedio, tenso y desconcertante territorio en el que lo real y lo fantástico se solapan sin integrarse.
Éste es el mundo de Las babas del diablo, de Castas de mama, de Las armas secretas, de La puerta condensada y de tantos otros cuentos de ambigua solución, que pueden ser igualmente interpretados como realistas o fantásticos, pues lo extraordinario en ellos es, acaso, fantasía de los personajes o, acaso, milagro.

Ésta es la famosa ambigüedad que caracteriza a cierta literatura fantástica clásica, ejemplificada en The turn of the screw, de Henry James; delicada historia que el maestro de lo incierto se las arregló para contar de tal manera que no haya posibilidad de saber si lo que ocurre en ella realmente ocurre o es alucinación de un personaje. Lo que diferencia a Cortázar de un James, de un Poe, de un Borges o de un Kafka, no es la ambigüedad ni el intelectualismo, que en aquél son propensiones tan frecuentes como en éstos, sino que en las ficciones de Cortázar las más elaboradas y cultas historias nunca se desencarnan y trasladan a lo abstracto, siguen plantadas en lo cotidiano y lo concreto y tienen la vitalidad de un partido de fútbol o una parrillada. Los surrealistas inventaron la expresión "lo maravilloso-cotidiano" para aquella realidad poética, misteriosa, desasida de la contingencia y las leyes científicas, que el poeta puede percibir por debajo de las apariencias, a través del sueño o del delirio, que evocan libros como Le payasan de París, de Aragón o la Nadja de Breton. Pero creo que a ningún otro escritor de nuestro tiempo define tan bien como a Cortázar, vidente que detectaba lo insólito en lo insólito, lo absurdo en lo lógico, la excepción de la regla y lo prodigioso en lo banal. Nadie dignificó tan literariamente lo previsible, lo convencional y lo pedestre de la vida humana, que, en los juegos malabares de su pluma, denotaban una recóndita ternura o exhibían una faz desmesurada, sublime u horripilante. Al extremo de que, pasadas por sus manos, una instrucciones para dar cuerda al reloj o para subir una escalera podían ser, a la vez, angustiosos poemas en prosa y carcajeantes textos de patafísica.

La explicación de esa alquimia que funde en las ficciones de Cortázar la fantasía más irreal con la vida jocunda del cuerpo y de la calle, la vida libérrima, sin cortapisas, de la imaginación con la vida restringida del cuerpo y de la historia, es el estilo. Un estilo que maravillosamente finge la oralidad, la soltura fluyente del habla cotidiana, el expresarse espontáneo, sin afeites ni petulancias, del hombre común. Se trata de una ilusión, desde luego, porque, en verdad, el hombre común se expresa con complicaciones, repeticiones y confusiones que serían irresistibles trasladadas a la escritura. La lengua de Cortázar es también una ficción, primorosamente fabricada, un artificio tan eficaz que parecía natural, un habla reproducida de la vida, que manaba al lector directamente de esas bocas y lenguas animadas de los hombres y mujeres de carne y hueso, una lengua tan transparente y llana que se confundía con lo que nombrara, las situaciones, las cosas, los seres, los paisajes, los pensamientos, para mostrarlos mejor, como un discreto resplandor que los iluminaría desde adentro, en su autenticidad y verdad.

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