En
el mundo cortazariano la realidad banal comienza insensiblemente
a resquebrajarse y a ceder a unas presiones recónditas,
que la empujan hacia lo prodigioso, pero sin precipitarla de lleno
en él, manteniéndola en una surte de intermedio,
tenso y desconcertante territorio en el que lo real y lo fantástico
se solapan sin integrarse.
Éste es el mundo de Las babas del diablo, de Castas
de mama, de Las armas secretas, de La puerta condensada
y de tantos otros cuentos de ambigua solución, que pueden
ser igualmente interpretados como realistas o fantásticos,
pues lo extraordinario en ellos es, acaso, fantasía de
los personajes o, acaso, milagro.
Ésta es la famosa ambigüedad que caracteriza a cierta
literatura fantástica clásica, ejemplificada en
The turn of the screw, de Henry James; delicada historia
que el maestro de lo incierto se las arregló para contar
de tal manera que no haya posibilidad de saber si lo que ocurre
en ella realmente ocurre o es alucinación de un personaje.
Lo que diferencia a Cortázar de un James, de un Poe, de
un Borges o de un Kafka, no es la ambigüedad ni el intelectualismo,
que en aquél son propensiones tan frecuentes como en éstos,
sino que en las ficciones de Cortázar las más elaboradas
y cultas historias nunca se desencarnan y trasladan a lo abstracto,
siguen plantadas en lo cotidiano y lo concreto y tienen la vitalidad
de un partido de fútbol o una parrillada. Los surrealistas
inventaron la expresión "lo maravilloso-cotidiano"
para aquella realidad poética, misteriosa, desasida de
la contingencia y las leyes científicas, que el poeta puede
percibir por debajo de las apariencias, a través del sueño
o del delirio, que evocan libros como Le payasan de París,
de Aragón o la Nadja de Breton. Pero creo que a
ningún otro escritor de nuestro tiempo define tan bien
como a Cortázar, vidente que detectaba lo insólito
en lo insólito, lo absurdo en lo lógico, la excepción
de la regla y lo prodigioso en lo banal. Nadie dignificó
tan literariamente lo previsible, lo convencional y lo pedestre
de la vida humana, que, en los juegos malabares de su pluma, denotaban
una recóndita ternura o exhibían una faz desmesurada,
sublime u horripilante. Al extremo de que, pasadas por sus manos,
una instrucciones para dar cuerda al reloj o para subir una escalera
podían ser, a la vez, angustiosos poemas en prosa y carcajeantes
textos de patafísica.
La explicación de esa alquimia que funde en las ficciones
de Cortázar la fantasía más irreal con la
vida jocunda del cuerpo y de la calle, la vida libérrima,
sin cortapisas, de la imaginación con la vida restringida
del cuerpo y de la historia, es el estilo. Un estilo que maravillosamente
finge la oralidad, la soltura fluyente del habla cotidiana, el
expresarse espontáneo, sin afeites ni petulancias, del
hombre común. Se trata de una ilusión, desde luego,
porque, en verdad, el hombre común se expresa con complicaciones,
repeticiones y confusiones que serían irresistibles trasladadas
a la escritura. La lengua de Cortázar es también
una ficción, primorosamente fabricada, un artificio tan
eficaz que parecía natural, un habla reproducida
de la vida, que manaba al lector directamente de esas bocas y
lenguas animadas de los hombres y mujeres de carne y hueso, una
lengua tan transparente y llana que se confundía con lo
que nombrara, las situaciones, las cosas, los seres, los paisajes,
los pensamientos, para mostrarlos mejor, como un discreto resplandor
que los iluminaría desde adentro, en su autenticidad y
verdad.
-
7 - ----------------------------------------------------------------
![](../sigue1a.gif)