Prólogo de Mario Vargas Llosa a las obras completas de Julio Cortázar

 


Los cuentos de Cortázar no son menos ambiciosos ni inconoclastas que sus textos narrativos de aliento. Peor lo que hay en ellos de original y de ruptura suele estar más metabolizado en las historias, rara vez se exhiben con el virtuosismo impúdico con el que hace en Rayuela, 62.
Modelo para armar y El libro de Manuel, donde el lector tiene a veces la sensación de ser sometido a ciertas pruebas de eficiencias intelectual. Esas novelas son manifiestos revolucionarios, pero la verdadera revolución de Cortázar está en sus cuentos, Más discreta pero más profunda y permanente, porque soliviantó a la naturaleza misma de la ficción, a esa entraña indisociable de forma-fondo, medio-fin, arte-técnica que ella se vuelve en los creadores más logrados. En sus cuentos, Cortázar no experimentó: encontró, descubrió, creó algo imperecedero.

Así como el rótulo de escritor experimental le queda corto, sería insuficiente llamarlo escritor fantástico, aunque, sin duda, puestos a jugar a las definiciones, ésta le hubiera gustado más que la primera. Julio amaba la literatura fantástica y la conocía al dedillo y escribió a algunos maravillosos relatos de ese sesgo, en los que ocurren hechos extraordinarios, como la imposible mudanza de un hombre en una bestezuela acuática, en Axolotl, pequeña obra maestra, o la voltereta, gracias a la intensificación del entusiasmo, de un concierto baladí en una desmesurada masacre en que un público enfervorizado salta al escenario a devorar al maestro y a los músicos (Los Ménados). Pero también escribió egregios relatos del realismo más ortodoxo. Como la maravilla que es Torito, historia de la decadencia de un boxeador contada por él mismo, que es, en verdad, la historia de su manera de hablar, una fiesta lingüística de gracia, musicalidad y humor, la invención de un estilo con sabor a barrio, a idiosincrasia y mitología de pueblo. O como El perseguidor, narrado desde un sutil pretérito perfecto que se disuelve en el presente del lector, evocando de este modo subliminalmente la gradual disolución de Johnny, el jazzman genial cuya alucinada búsqueda del absoluto, a través de la trompeta, llega a nosotros mediante la reducción "realista" (racional y pragmática) que de ella lleva acabo el crítico y biógrafo de Jhonny, el narrador, Bruno.

En verdad, Cortázar era un escritor realista y fantástico al mismo tiempo. El mundo que inventó tiene de inconfundible precisamente ser esa extraña simbiosis, que Roger Caillois consideraba la única con títulos para llamarse fantástica. En su prólogo a la Antología de literatura fantástica que él mismo preparó, Caillois sostuvo que el arte de veras fantástico no nace de la deliberación de su creador sino escurriéndose entre sus intenciones, por obra del azar o de más misteriosas fuerzas. Así, según él, lo fantástico no resulta de una técnica, no es un simulacro literario, sino un imponderable, una realidad que, sin premeditación, sucede de pronto en un texto literario. Recuerdo una larga y apasionada conversación con Cortázar, en un bistró de Montaparnasse, sobre esta tesis de Caillois, el entusiasmo de Julio con ella y su sorpresa cuando yo le aseguré que aquella teoría me parecía alcanzar como un anillo a lo que ocurría en sus ficciones.

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