En
Rayuela y en muchos relatos de Cortázar la burla,
la broma y el ilusionismo de salón, como las figuritas
de animales que ciertos virtuosos arman con sus manos o las monedas
que desaparecen entre los dedos y reaparecen en las orejas o la
nariz, están a menudo presentes, pero, a menudo, también,
como en esos famosos episodios absurdos de Rayuela que
protagonizan la pianista Bertha Trépat, en París,
y el del tablón sobre el vacío en el que hace equilibrio
Talita, en Buenos Aires, sutilmente se trasmutan en una bajada
a los sótanos del comportamiento, a sus remotas fuentes
irracionales, a un fondo inmutable -mágico, bárbaro,
ceremonial- de la experiencia humana, que subyace a la civilización
racional y, en ciertas circunstancias, reflota en ella, desbaratándola.
(Éste es el tema de algunos de los mejores cuentos de Cortázar,
como El ídolo de las cícladas y La noche
boca arriba, en los que vemos irrumpir de pronto, en el seno
de la vida moderna y sin solución de continuidad, un pasado
remoto y feroz de dioses sangrientos que deben ser saciados con
víctimas humanas).
Rayuela
estimuló las audacias formales en los nuevos escritores
hispanoamericanos como pocos libros anteriores o posteriores,
pero sería injusto llamarla una novela experimental.
Esta calificación despide un tufillo abstracto y pretencioso,
sugiere un mundo de probetas, retortas y pizarras con cálculos
algebraicos, algo desencarnado, disociado de la vida inmediata,
del deseo y el placer. Rayuela rebosa vida por todos sus
poros, es una explosión de frescura y movimiento, de exaltación
e irreverencia juveniles, una resonante carcajada frente a aquellos
escritores que, como solía decir Cortázar, se ponen
cuello y corbata para escribir. Él escribió siempre
en mangas de camisa, con la informalidad y la alegría con
que uno se sienta a la mesa a disfrutar de una comida casera o
escuchar un disco favorito en la intimidad del hogar. Rayuela
nos enseñó que la risa no era enemiga de la gravedad
y todo lo que de ilusorio y ridículo puede anidar en el
afán experimental, cuando se toma demasiado en serio. Así
como, en cierta forma el marqués de Sade agotó de
antemano todos los posibles excesos de la crueldad sexual, llevándola
en sus novelas a extremos irrepetibles, Rayuela constituyó
una serie de apoteosis del juego formal luego de lo cual cualquier
novela experimental nacía vieja y repetida. Por
eso, como Borges, Cortázar ha tenido incontables imitadores,
pero ningún discípulo.
Describir la novela, destruir la literatura, quebrar los hábitos
al "lector-hembra", desadornar las palabras, escribir
mal, etcétera, en lo que insistía tanto el Morelli
de Rayuela, son metáforas de algo muy simple: la
literatura se asfixia por exceso de convencionalismos y de seriedad.
Hay que purgarla de retórica y lugares comunes, devolverle
novedad, gracia, insolencia, libertad. El estilo de Cortázar
tiene todo eso y sobre todo cuando se distancia de la pomposa
prospopeya traumatúrgica con que su alter ego Morelli pontifica
sobre literatura, es decir en sus cuentos, los que, de manera
general, son más diáfanos y creativos que sus novelas,
aunque no luzcan la vistosa cohetería que aureola a estas
últimas.
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