Pero
hablo del juego y, en verdad debería usar el plural. Porque
en los libros de Cortázar juega el autor, juega el narrador
juegan los personajes y juega el lector, obligado a ello por las
endiabladas trampas que lo acechan a la vuelta de la página
menos pensada. Y no hay duda que es enormemente liberador y refrescante
encontrarse de pronto, entre las prestidigitaciones de Cortázar,
sin saber cómo, parodiando a las estatuas, repescando palabras
del cementerio (los diccionarios académicos) para inflarles
vida a soplidos de humor, o saltando entre el cielo y el infierno
de la rayuela.
El
efecto de Rayuela cuando apareció en 1963, en el
mundo de lengua española, fue sísmico. Removió
Hasta los cimientos las convicciones o prejuicios que escritores
y lectores teníamos sobre los medios y los fines del arte
de narrar y extendió las fronteras del género hasta
límites impensables. Gracias a Rayuela aprendimos
que escribir era una manera genial de divertirse, que era posible
explorar los secretos del mundo y del lenguaje pasándola
muy bien, y, que jugando, se podía sondear misteriosos
estratos de la vida vedados al conocimiento racional, a la inteligencia
lógica, simas de la experiencia a las que nadie puede asomarse
sin riesgos graves, como la muerte y la locura. En Rayuela
razón y sinrazón, sueño y vigilia, objetividad
y subjetividad, historia y fantasía perdían su condición
excluyente, sus fronteras se eclipsaban, dejaban de ser antinomias
para confundirse en una sola realidad, por la que ciertos seres
privilegiados, como la Maga y Oliveira, y los célebres
piantados de sus futuros libros, podían discurrir libremente.
(Como muchas parejas lectoras de Rayuela, en los sesenta,
Patricia y yo empezamos también a hablar en gíglico,
a inventar una jerigonza privada y a traducir a sus restallantes
vocablos esotéricos nuestros tiernos secretos).
Junto con la noción de juego, la de libertad es imprescindible
cuando se habla de Rayuela y de todas las ficciones de
Cortázar. Libertad para violentar las normas establecidas
de la escritura y la estructura narrativas, para reemplazar el
orden convencional del relato por un orden soterrado que tiene
el semblante del desorden, para revolucionar el punto de vista
del narrador, el tiempo narrativo, la psicología de los
personajes, la organización espacial de la historia, su
ilación. La tremenda inseguridad que, a lo largo de la
novela, va apoderándose de Horacio Oliveira frente al mundo
(y confiándolo más y más en un refugio mental)
es la sensación que acompaña al lector de Rayuela
a medida que se adentra en ese laberinto y se deja ir extraviando
por el maquiavélico narrador en los vericuetos y ramificaciones
de la anécdota. Nada es allí reconocible y seguro:
ni el rumbo, ni los significados, ni los símbolos, ni el
suelo que se pisa. ¿Qué me están contando?
¿Por qué no acabo de comprenderlo del todo? ¿Se
trata de algo tan misterioso y complejo que es inaprensible o
de una monumental tomadura de pelo? Se trata de ambas cosas.
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