Prólogo de Mario Vargas Llosa a las obras completas de Julio Cortázar

 


Esto no significa que fuera libresco, erudito, intelectual, a la manera de un Borges, por ejemplo, que con toda justicia escribió: "Muchas cosas he leído y pocas he vivido". En Julio la literatura parecía disolverse en la experiencia cotidiana e impregnar toda la vida, animándola y enriqueciéndola con un fulgor particular sin privarla de savia, de instinto, de espontaneidad. Probablemente ningún otro escritor dio al juego la dignidad literaria que Cortázar ni hizo del juego un instrumento de creación y exploración artística tan dúctil y provechoso. Pero diciéndole de este modo tan serio, altero la verdad: porque Julio no jugaba para hacer literatura. Para él escribir era jugar, divertirse, organizar la vida —las palabras, las ideas— con la arbitrariedad, la libertad, la fantasía y la irresponsabilidad con que lo hacen los niños o los locos. Pero jugando de este modo la obra de Cortázar abrió puertas inéditas, llegó a mostrar unos fondos desconocidos de la condición humana y a rozar lo trascendente, algo que seguramente nunca se propuso. No es casual —o, más bien sí lo es, pero en ese sentido de orden de lo casual que él describió en 62.

Modelo para armar— que la más ambiciosa de sus novelas llevara como título Rayuela un juego de niños.
Como la novela, como el teatro, el juego es una forma de ficción, un orden artificial impuesto sobre el mundo, una representación de algo ilusorio, que reemplaza a la vida. Sirve al hombre para distraerse, olvidarse de la verdadera realidad y de sí mismo, viviendo, mientras dura aquella situación, una vida aparte, de reglas estrictas, creadas por él. Distracción, divertimento, fabulación, el juego es también un recurso mágico para conjurar el miedo atávico del ser humano a ala anarquía secreta del mundo, al enigma de su origen, su condición y destino. Johan Huizinga, en su célebre Homo Ludens, sostuvo que el juego es la columna vertebral de la civilización y que la sociedad evolucionó hasta la modernidad lúdicamente, construyendo sus instituciones, sistemas, prácticas y credos, a partir de esas formas elementales de la ceremonia y el rito que son los juegos infantiles.

En el mundo de Cortázar el juego recobra esa virtualidad perdida, de actividad seria y de adultos, que se valen de ella para escapar a la inseguridad, a su pánico ante un mundo incomprensible, absurdo y lleno de peligros. Es verdad que sus personajes se divierten jugando, pero muchas veces se trata de diversiones peligrosas, que les dejarán, además de un pasajero olvido de sus circunstancias, algún conocimiento atroz, o la enajenación o la muerte.

En otros casos, el juego cortazariano es un refugio para la sensibilidad y la imaginación, la manera como seres delicados, ingenuos, se defienden contra las aplanadoras sociales o, como escribió en el más travieso de sus libros —Historias de cronopios y de famas— "para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles". Sus juegos con alegatos contra lo prefabricado, las ideas congeladas por el uso y el abuso, los prejuicios y, sobre todo, la solemnidad, bestia negra de Cortázar cuando criticaba la cultura y la idiosincrasia de su país.

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