importancia a mediodía, los lunes y los jueves y los sábados (dos
veces por mes, el domingo).
Con
el tiempo fue dándose cuenta de que Felisa era la única que lo
comprendía un poco; había un acuerdo tácito para que ella se ocupara
del pasaje a mediodía, apenas él se instalaba junto al a ventanilla
de la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero el aire
estaba siempre tan limpio y el mar la recortaba con una crueldad
tan minuciosa que los más pequeños detalles se iban ajustando
implacables al recuerdo del pasaje anterior: la mancha verde del
promontorio del norte, las casas plomizas, las redes secándose
en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía como un
empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la
isla, para repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar
el dinero de la cámara ya que apenas le faltaba un mes para las
vacaciones. No llevaba demasiado la cuenta de los días; a veces
era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán, casi siempre su
hermano menor en Roma, todo un poco borroso, amablemente fácil
y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas antes
o después del vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y
fácil y estúpido hasta la hora de ir a inclinarse sobre la ventanilla
de la cola, sentir el frío cristal como un límite del acuario
donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espacio azul.
Ese
día las redes se dibujaban precisas en la arena, y Marini hubiera
jurado que el punto negro a la izquierda, al borde del mar, era
un pescador que debía estar mirando el avión. "Kalimera", pensó
absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más, Mario Merolis le
prestaría el dinero que le faltaba para el viaje, en menos de
tres día estaría en Xiros. Con los labios pegados al vidrio, sonrió
pensando que treparía hasta la mancha verde, que entraría desnudo
en el mar de las caletas del norte, que pescaría pulpos con los
hombres, entendiéndose por señas y por risas. Nada era difícil
una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco, otro barco
viejo y sucio, la escala en Rynos, la negociación interminable
con el capitán de la falúa, la noche en el puente, pegado a las
estrellas, el sabor del anís y del carnero, el amanecer entre
las islas. Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo
presentó a un viejo que debía ser el patriarca. Klaios le tomó
la mano izquierda y habló lentamente, mirándolo en los ojos.
Vinieron
dos muchachos y Marini entendió que eran los hijos de Klaios.
El capitán de la falúa agotaba su inglés: veinte habitantes, pulpos,
pesca, cinco casas, italiano visitante pagaría alojamiento Klaios.
Los
muchachos rieron cuando Klaios discutió dracmas; también Marini,
ya amigo de los más jóvenes, mirando salir el sol sobre un mar
menos oscuro que desde el aire, una habitación pobre y limpia,
un jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida. Lo dejaron solo
para irse a cargar la falúa, y después de quitarse a manotazos
la ropa de viaje y ponerse un pantalón de baño y unas sandalias,
echó a andar por la isla. Aún no se veía a nadie, el sol cobraba
lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor sutil, un
poco ácido, mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez
cuando llegó al promotorio del norte y reconoció la mayor de las
caletas.
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