Prefería estar solo aunque le hubiera gustado más bañarse en la
playa de arena; la isla lo invadía y lo gozaba con una tal intimidad
que no era capaz de pensar o de elegir. La piel le quemaba de
sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al mar desde una
roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por corrientes
insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvió mar afuera, se
abandonó de espaldas, lo aceptó todo en un solo acto de conciliación
que era también un nombre para el futuro. Supo sin la menor duda
que no se iría de la isla, que de alguna manera iba a quedarse
para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano, a Felisa,
sus caras cuando supieran que se había quedado a vivir de la pesca
en un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giró sobre
sí mismo para nadar hacia la orilla.
El
sol le secó enseguida, bajo hacia las casas donde dos mujeres
lo miraron asombradas antes de correr a encerrarse. Hizo un saludo
en el vacío y bajó hacia las redes. Uno de los hijos de Klaios
lo esperaban en la playa, y Marini le señaló el mar, invitándolo.
El muchacho vaciló, mostrando sus pantalones de tela y su camisa
roja. Después fue corriendo hacia una de las casas, y volvió casi
desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio, deslumbrante bajo
el sol de las once. Secándose en la arena, Ionas empezó a nombrar
las cosas. "Kalimera", dijo Marini, y el muchacho rió hasta doblarse
en dos.
Después
Marini repitió las frases nuevas, enseñó palabras italianas a
Ionas. Casi en el horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo;
Marini sintió que ahora estaba realmente solo en la isla con Klaios
y los suyos. Dejaría pasar unos días, pagaría, pagaría su habitación
y aprendería a pescar; alguna tarde, cuando ya lo conocieran bien,
les hablaría de quedarse y de trabajar con ellos. Levantándose,
tendió la mano a Ionas y echó a andar lentamente hacia la colina.
La cuesta era escarpada y trepó saboreando cada alto, volviéndose
una y otra vez para mirar las redes en la playa, las siluetas
de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y con Klaios
y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha verde
entró en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia era
una misma materia con el fuego del sol y la brisa del mar. Marini
miró su reloj pulsera y después, con un gesto de impaciencia,
lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el bolsillo del pantalón
de baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí en lo
alto, tenso de sol y de espacio, sintió que la empresa era posible.
Estaba en Xiros, estaba allí donde tantas veces había dudado que
pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de espaldas entre las
piedras calientes, resistió sus artistas y sus lomos encendidos,
y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el zumbido
de un motor.
Cerrando
los ojos se dijo que no miraría el avión, que no se dejaría contaminar
por el peor de sí mismo, que una vez más iba a pasear sobre la
isla. Pero en la penumbra de los párpados imaginó a Felisa con
las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas,
y su reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea,
alguien que también estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas
de vino o el café. Incapaz de luchar contra tanto pasado abrió
los ojos y se enderezó, y en el mismo momento vio el ala derecha
del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose inexplicablemente,
el cambio de sonido de las turbinas, la caída casi vertical sobre
el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en las
rocas y desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba
el lugar de la caída, pero torció antes de llegar a la playa y
por un atajo previsible franqueó la primera estribación de la
colina y salió a la playa más pequeña. La cola del avión se hundía
a unos cien metros, en un silencio total. Marini tomó impulso
y se lanzó al agua, esperando todavía que el avión volviera a
flotar; pero no se veía más que la blanda línea de las olas, una
caja de cartón oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída,
y casi al final, cuando ya no tenía sentido seguir nadando, una
mano fuera del agua, apenas un instante, el tiempo para que Marini
cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por el pelo al
hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente el aire
que Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo
poco a poco lo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo
vestido de blanco, y tendiéndolo en la arena miró la cara llena
de espuma donde la muerte estaba ya instalada, sangrando por una
enorme herida en la garganta. De qué podría servir la respiración
artificial si con cada convulsión la herida parecía abrirse un
poco más y era como una boca repugnante que llamaba a Marini,
lo arrancaba a su pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla,
le gritaba entre borbotones algo que él ya no era capaz de oír.
A toda carrera venían los hijos de Klaios y más atrás las mujeres.
Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo tendido
en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar
a la orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. "Ciérrale los
ojos", pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el
mar, buscando algún otro sobreviviente. Pero, como siempre, estaban
solos en la isla y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo
entre ellos y el mar.
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