inconfundible,
como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La miró
hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha
plomiza era un grupo de casas; alcanzó a distinguir
el dibujo de unos pocos campos cultivados que llegaban hasta la
playa. Durante la escala de Beirut miró el atlas de la stewardess,
y se preguntó si la isla no sería Horos sino Xiros, una de las
muchas islas al margen de los circuitos turísticos. "No durará
ni cinco años", le dijo la stewardees mientras bebían una copa
en Roma. "Apúrate si piensas ir, las hordas estarán allí en cualquier
momento, Gengis Cook vela". Pero Marini siguió pensando en la
isla, mirándola cuando se acordaba o había una ventanilla cerca,
casi siempre encogiéndose de hombros al final. Nada de eso tenía
sentido, volar tres veces por semana a mediodía sobre Xiros era
tan irreal como soñar tres veces por semana que volaba a mediodía
sobre Xiros.
Todo
estaba falseado en la visión inútil y recurrente; salvo, quizá,
el deseo de repetirla, la consulta al reloj pulsera antes de mediodía,
el breve, punzante contacto con la deslumbradora franja blanca
al borde de un azul casi negro, y las casas donde los pescadores
alzarían apenas los ojos para seguir el paso de esa otra irrealidad.
Ocho
o nueve semanas después, cuando le propusieron la línea de Nueva
York con todas sus ventajas, Marini se dijo que era la oportunidad
de acabar con esa manía inocente y fastidiosa. Tenía en el bolsillo
el libro donde un vago geógrafo de nombre levantino daba sobre
Xiros más detalles que los habituales en las guías. Contestó negativamente,
oyéndose como desde lejos, y después de sortear la sorpresa escandalizada
de un jefe y dos secretarias se fue a comer a la cantina de la
compañía donde lo esperaba Carla. La desconcertada decepción de
Carla no lo inquietó; la costa sur de Xiros era inhabitable pero
hacia el oeste quedaban huellas de una colonia lidia o quizá cretomicénica,
y el profesor Goldmann había encontrado dos piedras talladas con
jeroglíficos que los pescadores empleaban como pilotes del pequeño
muelle. A Carla le dolía la cabeza y se marchó casi enseguida;
los pulpos eran el recurso principal del puñado de habitantes,
cada cinco días llegaba un barco para cargar la pesca y dejar
algunas provisiones y géneros. En la agencia de viajes le dijeron
que habría que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá se
pudiera viajar en la falúa que recogía los pulpos, pero esto último
sólo lo sabría Marini en Rynos donde la agencia no tenía corresponsal.
De todas maneras la idea de pasar unos días en la isla no era
más que un plan para las vacaciones de junio; en las semanas que
siguieron hubo que reemplazar a White en la línea de Túnez, y
después empezó una huelga y Carla se volvió a casa de sus hermanas
en Palermo. Marini fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona,
donde había librerías de viejo; se entretenía sin muchas ganas
en buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a ratos un manual de
conversación. Le hizo gracia la palabra kalimera y la ensayó en
un cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella, supo de
su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta inexplicables.
En Roma empezó a llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania,
había otras historias, siempre parientes o dolores; un día fue
otra vez la línea de Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó
tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva stewardess lo
trató de mal compañero y le hizo la cuenta de las bandejas que
llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a la stewardess a comer
en el Firouz y no le costó que le perdonaran la distracción de
la mañana. Lucía le aconsejó que se hiciera cortar el pelo a la
americana; él le habló un rato de Xiros, pero después comprendió
que ella prefería el vodka-lime de Hilton. El tiempo se iba en
cosas así, en infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa
a la que tenía derecho el pasajero. En los viajes de vuelta el
avión sobrevolaba Xiros a las ocho de la mañana, el sol daba contra
las ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la tortuga dorada;
Marini prefería esperar los mediodías del vuelo de ida, sabiendo
que entonces podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla
mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente
del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa;
ya sabía algunas cosas de la isla, había subrayado las raras menciones
en un par de libros. Felisa le contó que los pilotos lo llamaban
el loco de la isla, y no le molestó. Carla acababa de escribirle
que había decidido no tener el niño, y Marini le envió dos sueldos
y pensó que el resto no le alcanzaría para las vacaciones. Carla
aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que probablemente
se casaría con el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca
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