Mi madre se había dado cuenta del problema. Para consolarme hablaba
de cuánto sufren las mujeres hermosas y qué fácilmente se pierden.
Yo quería estudiar Derecho, ser abogada, aunque entonces daba
risa que una mujer anduviera en trabajos de hombre. Habíamos pasado
juntas toda la vida y no me animé a entrar en la universidad sin
Rosalba.
Aún no terminábamos la preparatoria cuando ella se casó con un
muchacho bien que la había conocido en una kermés. Se la llevó
a vivir al Paseo de la Reforma en una casa elegantísima que demolieron
hace mucho tiempo. Desde luego me invitó a la boda pero no fui.
"Rosalba, ¿qué me pongo? Los invitados de tu esposo van a pensar
que llevaste a tu criada."
Tanta
ilusión que tuve y desde los dieciocho años me vi obligada a trabajar,
primero en El Palacio de Hierro y luego de secretaria en Hacienda
y Crédito Público. Me quedé arrumbada en el departamento donde
nací, en las calles de Pino. Santa María perdió su esplendor de
comienzos de siglo y se vino abajo. Para entonces mi madre ya
había muerto en medio de sufrimientos terribles, mi padre estaba
ciego por sus vicios de juventud, mi hermano era un borracho que
tocaba la guitarra, hacía canciones y ambicionaba la gloria y
la fortuna de Agustín Lara. Pobre de mi hermano: toda la vida
quiso hacerse digno de Rosalba y murió asesinado en un tugurio
de Nonoalco.
Pasamos
mucho tiempo sin vernos. Un día Rosalba llegó a la sección de
ropa íntima, me saludó como si nada y me presentó a su nuevo esposo,
un extranjero que apenas entendía el español. Ay, padre, aunque
no lo crea, Rosalba estaba más linda y elegante que nunca, en
plenitud, como suele decirse. Me sentí tan mal que me hubiera
gustado verla caer muerta a mis pies. Y lo peor, lo más doloroso,
era que ella, con toda su fortuna y su hermosura, seguía tan amable,
tan sencilla de trato como siempre.
Prometí visitarla en su nueva casa de Las Lomas. No lo hice jamás.
Por las noches rogaba a Dios no volver a encontrármela. Me decía
a mí misma: Rosalba nunca viene a El Palacio de Hierro, compra
su ropa en Estados Unidos, no tengo teléfono, no hay ninguna posibilidad
de que nos veamos de nuevo.
A
esas alturas casi todas nuestras amigas se habían alejado de Santa
María. Las que seguían allí estaban gordas, llenas de hijos, con
maridos que les gritaban y les pegaban y se iban de juerga con
mujeres de ésas. Para vivir en esa forma mejor no casarse. No
me casé aunque oportunidades no me faltaron. Por más amolados
que estemos siempre viene alguien a nuestra espalda recogiendo
lo que tiramos a la basura.
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