Se fueron los años. Sería época de Ávila Camacho o Alemán cuando
una tarde en que esperaba el tranvía bajo la lluvia la descubrí
en su gran Cadillac, con chofer de uniforme y toda la cosa. El
automóvil se detuvo ante un semáforo. Rosalba me identificó entre
la gente y se ofreció a llevarme. Se había casado por cuarta o
quinta vez, aunque parezca increíble. A pesar de tanto tiempo,
gracias a sus esmeros, seguía siendo la misma: su cara fresca
de muchacha, su cuerpo esbelto, sus ojos verdes, su pelo castaño,
sus dientes perfectos...
Me reclamó que no la buscara, aunque ella me mandaba cada año
tarjetas de Navidad. Me dijo que el próximo domingo el chofer
iría a recogerme para que cenáramos en su casa. Cuando llegamos,
por cortesía la invité a pasar. Y aceptó, padre, imagínese: aceptó.
Ya se figurará la pena que me dio mostrarle el departamento a
ella que vivía entre tantos lujos y comodidades. Aunque limpio
y arreglado, aquello era el mismo cuchitril que conoció Rosalba
cuando andaba también de pobretona. Todo tan viejo y miserable
que por poco me suelto a llorar de rabia y de vergüenza.
Rosalba
se entristeció. Nunca antes había regresado a sus orígenes. Hicimos
recuerdos de aquellas épocas. De repente se puso a contarme qué
infeliz se sentía. Por eso, padre, y fíjese en quién se lo dice,
no debemos sentir envidia: nadie se escapa, la vida es igual de
terrible con todos. La tragedia de Rosalba era no tener hijos.
Los hombres la ilusionaban un momento. En seguida, decepcionada,
aceptaba a algún otro de los muchos que la pretendían. Pobre Rosalba,
nunca la dejaron en paz, lo mismo en Santa María que en la preparatoria
o en esos lugares tan ricos y elegantes que conoció más tarde.
Se
quedó poco tiempo. Iba a una fiesta y tenía que arreglarse. El
domingo se presentó el chofer. Estuvo toca y toca el timbre. Lo
espié por la ventana y no le abrí. Qué iba a hacer yo, la fea,
la gorda, la quedada, la solterona, la empleadilla, en ese ambiente
de riqueza. Para qué exponerme a ser comparada de nuevo con Rosalba.
No seré nadie pero tengo mi orgullo.
Ese encuentro se me grabó en el alma. Si iba al cine o me sentaba
a ver la televisión o a hojear revistas siempre encontraba mujeres
hermosas parecidas a Rosalba. Cuando en el trabajo me tocaba atender
a una muchacha que tuviera algún rasgo de ella, la trataba mal,
le inventaba dificultades, buscaba formas de humillarla delante
de los otros empleados para sentir: Me estoy vengando de Rosalba.
Usted
me preguntará, padre, qué me hizo Rosalba. Nada, lo que se llama
nada. Eso era lo peor y lo que más furia me daba. Insisto, padre:
siempre fue buena y cariñosa conmigo. Pero me hundió, me arruinó
la vida, sólo por existir, por ser tan bella, tan inteligente,
tan rica, tan todo.
Yo
sé lo que es estar en el infierno, padre. Sin embargo, no hay
plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague. Aquella reunión
en Santa María debe de haber sido en 1946. De modo que esperé
un cuarto de siglo. Y al fin hoy, padre, esta mañana la vi en
la esquina de Madero y Palma. Primero de lejos, después muy de
cerca. No puede imaginarse, padre: ese cuerpo maravilloso, esa
cara, esas piernas, esos ojos, ese cabello, ser perdieron para
siempre en un tonel de manteca, bolsas, manchas, arrugas, papadas,
várices, canas, maquillaje, colorete, rímel, dientes falsos, pestañas
postizas, lentes de fondo de botella.
Me
apresuré a besarla y abrazarla. Había acabado lo que nos separó.
No importaba lo de antes. Ya nunca más seríamos una la fea y otra
la bonita. Ahora Rosalba y yo somos iguales. Ahora la vejez nos
ha hecho iguales.
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