"LCA informa", anunció la voz del parlante menos suave que la víspera pero creando de todos modos un silencio cargado de expectativas, "que no habiendo podido solucionar aún los desperfectos técnicos, ha resuelto cancerla su vuelo 914 hasta mañana, en hora a determinar".

Rivera se sorprendió a sí mismo corriendo hacia el mostrador para conseguir un buen lugar en la cola de los aspirantes a vales de cena, habitación y desayuno. No obstante, debió conformarse con un octavo puesto. Cuando la empleada de la Compañía le extendió el ya conocido papelito, Rivera tuvo la sensación de que había logrado un avance, tal vez algo parecido a un ascenso en la Sociedad Anónima, o a un examen salvado, o a la simple certidumbre del abrigo, la protección, la seguridad.

Estaba terminando de cenar en el hotel de siempre (una cena que había incluido una estupenda crema de espárragos, más Wienerschnitzel, más fresas con crema, todo ello acompañado por la mejor cerveza de que tenía memoria) cuando advirtió que su alegría era decididamente inexplicable. Otras veinticuatro horas de atraso significaban lisa y llanamente la eliminación de varias entrevistas y, en consecuencia, de otros tantos acuerdos. Conversó un rato con el argentino de la primera noche, pero para éste no había otro tema que el peligro peronista. La cuestión no era para Rivera demasiado apasionante, de modo que alegó una inexplicable fatiga y ser retiró a su pieza, ahora en el quinto.

Cuando quiso reorganizar la nómina de entrevistas a cumplir, se encontró con que se acordaba solamente de dos nombres: Fried y Brunell. Esta vez el olvido le causó tanta gracia que la solitaria carcajada sacudió la cama y le extrañó que en la habitación vecina nadie reclamara silencio. Se tranquilizó pensando que en algún lugar de la valija que estaba en el avión, había una libretita con todos los nombres, direcciones y teléfonos. Se dio vuelta bajo aquellas extrañas sábanas con botones y acolchado, y experimentó un bienestar semejante a cuando era niño y, después de una jornada invernal, se arrollaba bajo las frazadas. Antes de dormirse, se detuvo un instante en la imagen de Eduardo (inmovilizada en la foto de las dunas, con el baldecito en la mano) pero la creciente modorra le impidió advertir que no se acordaba de Clara.

A la mañana siguiente, miró casi con cariño su muda ya francamente sucia, por lo menos en los bordes del calzoncillo y en los tirantes de la camiseta. Se lavó tímidamente los ojos, pero casi en seguida tomó la atrevida decisión de no cepillarse los dientes. Volvió a meterse en la cama hasta que el teléfono dio su cotidiano alerta. Luego, mientras se vestía, consagró cinco minutos a reconocer la bondad de la Compañía que financiaba tan generosamente la involuntaria demora de sus pasajeros. "Siempre viajaré por LCA", murmuró en voz alta, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Por esa razón tuvo que cerrarlos y cuando los abrió, lo primero que distinguió fue el almanaque en el que no había reparado. En vez de jueves 7, marcaba miércoles 11. Saco la cuenta con los dedos, y decidió que esa hoja debía pertenecer a otro mes, o a otro año. En ese momento opinó mal de la rutina burocrática en los estados socialistas. Luego se levantó, desayunó, tomó el ómnibus.

Esta vez sí había agitación en el aeropuerto. Dos matrimonios, uno chileno y otro español, protestaban ruidosamente por las sucesivas demoras y sostenían que, desde el momento que ellos viajaban con un niño y una niña respectivamente, ambos de pocos meses, la Compañía debería ocuparse de conseguirles los pañales pertinentes, o en su defecto facilitarles las valijas que seguían en el avión inmóvil. La empleada que atendía el mostrador de LCA se limitaba a responder, con una monotonía predominantemente defensiva, que las autoridades de la Compañía tratarían de solucionar, dentro de lo posible, los problemas particulares que originaba la involuntaria demora.

Involuntaria demora. Demora involuntaria. Sergio escuchó esas dos palabras y se sintió renacer. Quizá era eso lo que siempre había buscado en su vida (que había sido todo lo contrario: urgencia involuntaria, prisa deliberada, apuro, siempre apuro). Recorrió con la vista los letreros del aeropuerto en lenguas varias: Sortie, Arrivals, Ausgang, Douane, Departures, Cambio, Harren, Change, Ladies, Verboten, Transit, Snack Bar. Algo así como su hogar.

De vez en cuadno una voz, siempre femenina, anunciaba la llegada de un avión, la partida de otro. Nunca, por supuesto, del vuelo 914 de LCA, cuyo paralizado, invicto avión, seguía en la pista, cada vez más rodeado de mecánicos en overalls, largas mangueras, jeeps que iban y venían trayendo o llevando nuevos operarios, o tornillos, u órdenes.

"Sabotaje, esto es sabotaje", pasó diciendo un italiano enorme que viajaba en primera. Rivera tomó sus precauciones y se acercó al mostrador de LCA. De ese modo, cuando el parlante anunciara la nueva demora involuntaria, él estaría en el primer sitio para recoger el vale correspondiente a cena, habitación y desayuno.

 

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