Desayunó
sin compañía, y a las nueve y media, exactamente, el ómnibus se
detuvo frente al Hotel. Nevaba aun más intensamente que la víspera,
y en la calle el frío era casi insoportable. En el aeropuerto,
se acercó a uno de los amplios ventanales y miró, no sin resentimiento,
cómo el avión de LCA era atendido por toda una cuadrilla de hombres
en mameluco gris. Eran las doce y quince cuando la voz del parlante
anunció que el vuelo 914 de LCA sufría una nueva postergación,
probablemente de tres horas, y que la Compañía proporcionaría
vales a sus pasajeros para almorzar en el restorán del aeropuerto.
Rivera
sintió que lo invadía un vaho de escepticismo. Como siempre que
se ponía nervioso, eructó dos veces seguidas y registró una extraña
presión en las mandíbulas. Luego fue a hacer cola frente al mostrador
de LCA. A las 15 y 30, la voz agorera dijo, con envidiable calma,
que "debido a desperfectos técnicos, LCA había resuelto postergar
su vuelo 914 hasta mañana, a las 12 y 30". Por primera vez, se
escuchó un murmullo, de entonación algo agresiva. El adiestrado
oído de Rivera registró palabras como "intolerable", "una vergüenza",
"qué falta de consideración". Varios niños comenzaron a llorar
y uno de los llantos fue bruscamente cortado por una bofetada
histérica. El argentino miró desde lejos a Rivera y movió la cabeza
y los labios, como dicendo: "¿Qué me cuenta?" Una mujer, a su
izquierda, comentó sin esperanza: "Si por lo menos nos devolvieran
el equipaje."
Rivera
sintió que la indignación le subía a la garganta cuando el parlante
anunció que en mostrador de LCA el personal estaba entregando
vales para la cena, la habitación y el desayuno, todo por gentileza
de la Compañía. La pobre muchacha que proporcionaba los vales,
debía sostener una estúpida e inútil discusión con cada uno de
los pasajeros. Rivera consideró más digno recibir el vale con
una sonrisa de irónico menosprecio. Le pareció que, con una ojeada
fugaz, la muchacha agradecía su discreto estilo de represalía.
En
esta ocasión, Rivera llegó a la conclusión de que su odio se había
vuelto comunicativo y se sentó a cenar en una mesa de cuatro.
"Fusilarlos es poco", dijo, en plena masticación, una señora de
tímida y algo ladeada peluca. El caballero que Rivera tenía enfrente,
abrió lentamente el pañuelo para sonarse; luego tomó la servilleta
y se limpió el bigote. "Yo creo que podrían transferirnos a otra
compañía", insistió la señora. "Somos demasiada gente", dijo el
hombre del pañuelo y la servilleta. Rivera aventuró una opinión
marginal: "Es el inconveniente de volar en invierno", pero de
inmediato se dio cuenta de que se había salido de la hipótesis
del trabajo. A ella, por supuesto, se le hizo agua la boca: "que
yo sepa, la Compañía no ha hecho ninguna referencia la mal tiempo.
¿Acaso usted no cree que se trata de una falla mecánica?" Por
primera vez se escuchó la voz (ronca, con fuerte acento germánico)
del cuarto comensal: "Una de las azafatas explicó que se trataba
de un inconveniente en el aparato de radio." "Bueno", admitió
Rivera, "si es así, la demora parece explicable, ¿no?"
Allá,
en el otro extremo del restorán, el argentino hacía grandes gestos,
que Rivera interpretó como progresivamente insultantes para la
Compañía. Después del café, Rivera fue a sentarse frente a los
ascensores. En el salón del séptimo piso debía haber alguna reunión
con baile, ya que de la calle entraba mucha gente. Después de
dejar en el guardarropa todo un cargamento de abrigos, sombreros
y bufandas, esperaban el ascensor unos jovencitos elegantemente
vestidos de oscuro y unas muchachas muy frescas y vistosas. A
veces bajaban otras parejas por la escalera hablando y riendo,
y Rivera lamentaba no saber qué broma estarían festejando. De
pronto se sintió estúpidamente solo, con ganas de que alguna de
aquellas parejitas se le acercara a pedirle fuego, o a tomarle
el pelo, o a hacerle una pregunta absurda en ese imposible idioma
que al parecer tenía (¿quién lo hubiera creído?) sitio para el
humor. Pero nadie se detuvo siquiera a mirarlo. Todos estaban
demasiado entretenidos en su propio lenguaje cifrado, en su particular
y alegre distensión.
Deprimido
y molesto consigo mismo, Rivera subió a su habitación, que esta
vez estaba en el octavo piso. Se desnudó, se metió en la cama,
y preparó un papel para rehacer el programa de entrevistas. Anotó
tres nombres: Kornfeld, Brunell, Fried. Quiso anotar el cuarto
y no pudo. Se le había borrado por completo. Sólo recordó que
empezaba con E. Le fastidió tanto esa repentina laguna que decidió
apagar la luz y trató de dormirse. Durante largo rato estuvo convencido
de que ésta iba a ser una de esas nefastas noches de insomnio
que años atrás habían sido su tormento. Una segunda Agatha Christie
había quedado en el avión. Estuvo un rato pensando en su hijo,
y de pronto, con cierto estupor, adivirtó que hacía por lo menos
veinticuatro horas que no se acordaba de su mujer. Cerró los ojos
para imponerse el sueño. Hubiera jurado que sólo habían pasado
tres minutos cuando, seis horas después, sonó el teléfono y alguien
le anunció, siempre en inglés, que el ómnibus los recogería a
las 12 y 15 para llevarlos al aeropuerto. Le daba tanta rabia
no poder cambiarse de ropa interior, que decidió no bañarse. Incluso
tuvo que hacer un esfuerzo para lavarse los dientes. En cambio,
tomó el desayuno alegramente. Sintió un placer extraño, totalmente
desconocido para él, cuando sacó del bolsillo el vale de la Compañía
y lo dejó bajo la azucarera floreada.
En
el aeropuerto, después de almorzar por cuenta de LCA, se sentó
en un amplio sofá que, como estaba junto a la entrada de los lavabos,
nadie se decidía a ocupar. De pronto se dio cuenta de que una
niña (rubia, cinco años, pecosa, con muñeca) se había detenido
jutno a él y lo miraba. "¿Cómo te llamas?", preguntó ella en un
alemán deliciosamente rudimentario. Rivera decidió presentarse
como Sergio era lo mismo que nada, y entonces inventó: "Karl."
"Ah", dijo ella, "yo me llamo Gertrud". Rivera retribuyó atenciones:
"¿Y tu muñeca?" "Ella se llama Lotte", dijo Gertrud.
Otra
niña (también rubia, tal vez cuatro años, asimismo con muñeca)
se había acercado. Preguntó en francés a la alemancita: "¿Tu muñeca
cierra los ojos?" Rivera tradujo la pregunta al alemán, y luego
la correspondiente respuesta en francés. Sí, Lotte cerraba los
ojos. Pronto pudo saberse que la francesita se llamaba Madeleine,
y su muñeca, Yvette. Rivera tuvo que explicarle concienzudamente
a Gertrud que Yvette cerraba los ojos y además decía mamá. La
conversación tocó luego temas variados como el chocolate, los
payasos y los sendos papás. Rivera trabajó un cuarto de hora como
intérprete simultáneo, pero las dos crituras no le daban ninguna
importancia. Mentalmente, comparó a las rubiecitas con su hijo
y reconoció objetivamente que Eduardo no salía malparado. Respiró
satisfecho.
De
pronto Madeleine extendió su mano hacia Gertrud, y ésta, como
primera reacción, retiró la suya. Luego pareció relfexionar y
la entregó. Los ojos azules de la alemancita brillaron, y Madeleine
dio un gritito de satisfacción. Evidentemente, de ahora en adelante
ya no hacía falta ningún intérprete, y las dueñas de Lotte e Ivette
se alejaron, tomadas de la mano sin despedirse siquiera de quien
tanto había hecho por ellas.
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