ACASO IRREPARABLE

 
 


Cuando los parlantes anunciaron que las Líneas Centroamericanas de Aviación postergaban por veinticinco horas su vuelo número 914, Sergio Rivera hizo un gesto de impaciencia. No ignoraba, por supuesto, la clásica argumentación: siempre es mejor una demora impuesta por la prudencia que una dificultad ("acaso irreparable") en pleno vuelo. De cualquier manera, esta demora complicaba bastante sus planes con respecto a la próxima escala, donde ya tenía citas concertadas para el siguiente mediodía.

Decidió autoimponerse la resignación. La afelpada voz femenina del parlante seguía diciendo ahora que la Compañía proporcionaría vales a sus pasajeros para que cenaran, pernoctaran y desayunaran en el Hotel Internacional, cercano al Aeropuerto. Nunca había estado en este país eslavo y no le habría desagradado conocerlo, pero por una sola noche (y aunque el Banco del aeropuerto estaba atendiendo a los pasajeros en tránsito) no iba a cambiar dólares. De modo que fue hasta el mostrador de LCA, hizo cola para recibir los vales y decidió no pedir ni un solo extra durante la cena.

Nevaba cuando el ómnibus los dejó frente al Hotel. Pensó que era la segunda vez que veía nieve. La otra había sido en Nueva York, en un repentino viaje que debió realizar (al igual que éste, por cuenta de la Sociedad Anónima) hacía casi tres años. El frío de dieciocho bajo cero, que primero arremetió contra sus orejas y luego lo sacudió en un escalofrío integral, le hizo añorar la bufanda azul que había dejado en el avión. Menos mal que las puertas de cristal se abrieron antes de que él las tocara, y de inmediato una ola de calor lo reconfortó. Pensó que en ese momento le gubiera gustado tener cerca a Clara, su mujer, y a Eduardo, su hijo de cinco años. Después de todo, era un hombre de hogar.

En el restorán, vio que había mesas para dos, para cuatro y para seis. Él eligió una para dos, con la secreta esperanza de comer solo y así poder leer con tranquilidad. Pero simultáneamente otro pasajero le preguntó: "¿Me permite?", y casi sin esperar respuesta se acomodó en el lugar libre.

El intruso era argentino y tenía un irrefrenable miedo a los aviones. "Hay quienes tienen sus amuletos", dijo, "sé de un amigo que no sube a un avión si no lleva consigo cierto llavero con una turquesa. Sé de otro que viaja siempre con una vieja edición de Martín Fierro. Yo mismo llevo conmigo, aquí están, ¿las ve?, dos moneditas japonesas que compré, no se ría, en el Barrio Chino de San Francisco. Pero a mí no hay amuleto que me serene de veras."

Rivera empezó contestando con monosílabos y leves gruñidos, pero a los diez minutos ya había renunciado a su lectura y estaba hablando de sus propios amuletos. "Mire, mi superstición acaba de sufrir la peor de las derrotas. Siempre llevaba esta Sheaffer´s pero sin tinta, y había una doble razón: por un lado no corría el riesgo de que me manchara el traje, y, por otro, presentía que no me iba a pasar nada en ningún vuelo mientras la llevara así, vacía. Pero en este viaje me olvidé de quitarle la tinta, y ya ve, pese a todo estoy vivo y coleando." Le pareció que el otro lo miraba sin excesiva complicidad, y entonces se sintió obligado a agregar: "La verdad es que en el fondo soy un fatalista. Si a uno le llega la hora, da lo mismo un Boeing que la puntual maceta que se derrumba sobre uno desde un séptimo piso." "Sí", dijo el otro, "pero así y todo, prefiero la maceta. Puede darse el caso de que uno quede idiota, pero vivo".

El argentino no terminó el postre ("¿quién dijo que en Europa saben hacer el mousse de chocolate?") y se retiró a su habitación. Rivera ya no estaba en disposición de leer y encendió un cigarrillo mientras dejaba que se asentara el café a la turca. Se quedó todavía un rato en el comedor, pero cuando vio que las mesea iban quedando vacías, se levantó rápidamente para no quedar último y se fue a su pieza, en el segundo piso. El pijama estaba en la valija, que había quedado en el avión, así que se acostó en calzoncillos. Leyó un buen rato, pero Agatha Christie despejó su enigma mucho antes de que a él le viniera el sueño. Como señalahojas usaba una foto de su hijo. Desde una lejana duna de El Pinar, con un baldecito en la mano y mostrando el ombligo, Eduardo sonreía, y él, contagiado, también sonrió. Después apagó la veladora y encedió la radio, pero la enfática voz hablaba una lengua endiablada, así que también la apagó.

Cuando sonó el teléfono, su brazo tanteó unos segundos antes de hallar el tubo. Una voz en inglés dijo que eran las ocho y buenos días y que los pasajeros correspondientes al vuelo 914 de LCA serían recogidos en la puerta del Hotel a las 9 y 30, ya que la salida del avión estaba anunciada "en principio" para las 11 y 30. Había tiempo, pues, para bañarse y desayunar. Le molestó tener que usar, después de la ducha, la misma ropa interior que traía puesta desde Montevideo. Mientras se afeitaba, estuvo pensando cómo se las arreglaría para intercalar el resto de la semana las entrevistas no cumplidas. "Hoy es martes 5", se dijo. Llegó a la conclusión de que no tenía más remedio que establecer un orden de prioridades. Así lo hizo. Recordó las últimas intrucciones del Presidente del Directorio ("no se olvide, Rivera, que su próximo ascenso depende de cómo le vaya en su conversación con la gente de Sapex") y decidió que postergaría varias entrevistas secundarias para poder dedicar íntregramente la tarde del miércoles a los cordiales mercaderes de Sapex, quienes, a la noche, quizá lo llevarían a aquel cabarete cuyo strip-tease tanto había impresionado, dos años atrás, al flaco Pereyra.

 

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