VII

Hoy como nunca

Hasta que un día —un día nublado de los que me encantan y no le gustan a nadie— sentí que era imposible resistir más. Estábamos en clase de lengua nacional como le llamaba al español. Mondragón nos enseñaba el pretérito pluscuamperfecto del subjuntivo: Hubiera o hubiese amado, hubieras o hubieses amado, hubiera o hubiese amado, hubiéramos o hubiésemos amado, hubierais o hubieseis amado, hubieran o hubiesen amado. Eran las once. Pedí permiso para ir al baño. Salí en secreto de la escuela. Toqué el timbre del departamento 4. Una dos tres veces. Al fin me abrió Mariana: fresca, hermosísima, sin maquillaje. Llevaba un kimono de seda. Tenía en la mano un rastrillo como el de mi padre pero en miniatura. Cuando llegué se estaba afeitando las axilas, las piernas. Por supuesto se asombró al verme. Carlos, ¿qué haces aquí? ¿Le ha pasado algo a Jim? No, no señora: Jim está muy bien, no pasa nada.

Nos sentamos en el sofá. Mariana cruzó las piernas. Por un segundo el kimono se entreabrió levemente. Las rodillas, los muslos, los senos, el vientre plano, el misterioso sexo escondido. No pasa nada, repetí. Es que... No sé cómo decirle, señora. Me da tanta pena. Qué va a pensar usted de mí. Carlos, de verdad no te entiendo. Me parece muy extraño verte así y a esta hora. Deberías estar en clase, ¿no es cierto? Sí claro, pero es que ya no puedo, ya no pude. Me escapé, me salí sin permiso. Si me cachan me expulsan. Nadie sabe que estoy con usted. Por favor, no le vaya a decir a nadie que vine. Y a Jim, se lo suplico, menos que a nadie. Prométalo.

Vamos a ver: ¿Por qué andas tan exaltado? ¿Ha ocurrido algo malo en tu casa? ¿Tuviste algún problema en la escuela? ¿Quieres un chocomilk, una cocacola, un poco de agua mineral? Ten confianza en mí. Dime en qué forma puedo ayudarte. No, no puede ayudarme, señora. ¿Por qué no, Carlitos? Porque lo que vengo a decirle —ya de una vez, señora, y perdóneme— es que estoy enamorado de usted.

Pensé que iba a reírse, a gritarme: estás loco. O bien: fuera de aquí, voy a acusarte con tus padres y con tu profesor. Temí todo esto: lo natural. Sin embargo Mariana no se indignó ni su burló. Se quedó mirándome tristísma. Me tomó la mano (nunca voy a olvidar que me tomó la mano) y me dijo:

Te entiendo, no sabes hasta qué punto. Ahora tú tienes que comprenderme y darte cuenta de que eres un niño como mi hijo y yo para ti soy una anciana: acabo de cumplir veintiocho años. De modo que ni ahora ni nunca podrá haber nada entre nosotros. ¿Verdad que me entiendes? No quiero que sufras. Te esperan tantas cosas malas, pobrecito. Carlos, toma esto como algo divertido. Algo que cuando crezcas puedas recordar con una sonrisa, no con resentimiento. Vuelve a la casa con Jim y sigue tratándome como lo que soy: la madre de tu mejor amigo. No dejes de venir con Jim, como si nada hubiera ocurrido, para que se te pase la infatuation —perdón: el enamoramiento— y no se convierta en un problema para ti, en un drama capaz de hacerte daño toda tu vida.

Sentí ganas de llorar. Me contuve y dije: Tiene razón, señora. Me doy cuenta de todo. Le agradezco mucho que se porte así. Discúlpeme. De todos modos tenía que decírselo. Me iba a morir si no se lo decía. No tengo nada que perdonarte, Carlos. Me gusta que seas honesto y que enfrentes tus cosas. Por favor no le cuente a Jim. No le diré, pierde cuidado.

Solté mi mano de la suya. Me levanté para salir. Entonces Mariana me retuvo: Antes de que te vayas ¿puedo pedirte un favor?: Déjame darte un beso. Y me dio un beso, un beso rápido, no en los labios sino en las comisuras. Un beso como el que recibía Jim antes de irse a la escuela. Me estremecí. No la besé. No dije nada. Bajé corriendo las escaleras. En vez de regresar a clases caminé hasta Insurgentes. Después llegué en una confusión total a mi casa. Pretexté que estaba enfermo y quería acostarme.

Pero acababa de telefonear el profesor. Alarmados al ver que no aparecía, me buscaron en los baños y por toda la escuela. Jim afirmó: Debe de haber ido a visitar a mi mamá. ¿A estas horas? Sí: Carlitos es un tipo muy raro. Quién sabe qué se trae. Yo creo que no anda bien de la cabeza. Tiene un hermano gángster medioloco.

Mondragón y Jim fueron al departamento. Mariana confesó que yo había estado allí unos minutos porque el viernes anterior olvidé mi libro de historia. Y a Jim le dio rabia esta mentira. No sé cómo pero vio claro todo y le explicó al profesor. Mondragón habló a la fábrica y a la casa para contar lo que yo había hecho, aunque Mariana lo negaba. Su negativa me volvió aún más sospechoso a los ojos de Jim, de Mondragón, de mis padres.

Fragmento de Las batallas en el desierto.

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