Con
qué tersa dulzura
me levanta del lecho en que soñaba
profundas plantaciones perfumadas,
me
pasea los dedos por la piel y me dibuja
en el espacio, en vilo, hasta que el beso
se posa curvo y recurrente
para
que a fuego lento empiece
la danza cadenciosa de la hoguera
tejiéndonos en ráfagas, en hélices,
ir y venir de un huracán de humo-
(¿Por
qué, después,
lo que queda de mí
es sólo un anegarse entre cenizas
sin un adiós, sin nada más que el gesto
de liberar las manos?).