SHELTER

 
 

 

No hay infierno. Aquí pagamos todo. De niño pensé que el infierno era un lugar lleno de miedo y soledad. Y siempre estuve solo y sentí miedo. Al cumplir sesenta años volvió a obsesionarme la idea infantil. Junto a mí todos compartían lo peor y lo mejor con los demás. Yo no. Ni siquiera pensé en casarme: temí que de hacerlo sólo añadiría problemas y malestares a los que ya me agobiaban. Roído por todos los pecados del egoísmo, sólo tuve un don: buena mano para dibujar. La aproveché en el diseño industrial. De 1934 a 1959 serví a una compañía automovilística. Gracias sobre todo a los aviones que contribuí a producir entre 1941 y 1945 y que arrasaron tantas ciudades alemanas y japonesas, acumulé una fortuna. No supe qué hacer con ella hasta que el miedo -el miedo que era la materia misma de la época- me impulsó a construir un shelter, un refugio antiatómico.

Todos sabíamos que la Tercera Guerra Mundial iba a estallar en cualquier momento y en ella sólo habría vencidos. La única posibilidad de salvación era edificar el refugio en secreto, en silencio, pagando el trabajo nocturno y la absoluta reserva de sus constructores. Fui a buscarlos a otra ciudad. No quería extraños en mi shelter: que los demás se salvaran por sus medios. Durante años cuidé hasta el mínimo detalle, abastecí mi casa subterránea con todo lo necesario para sobrevivir al holocausto nuclear. Muchas veces la tensión que flotaba en el aire me impulsó a sepultarme en vida, pero mantuve la sangre fría pese a las noticias alarmantes que nos bombardeaban a todas horas.

Hasta que un día la crisis estalló. Huí del centro comercial en que compraba nuevos aditamentos para mi refugio. En la radio del automóvil seguí escuchando los boletines de última hora. Al llegar a casa encendí el televisor. Antes que la imagen llegó la voz que hablaba del ultimátum. Intenté controlarme y llamé por teléfono a la estación. No, no se trataba de una obra dramática como aquel programa de Orson Wells y el Mercury Theatre que un domingo de 1938 nos hizo creer durante una hora que los marcianos habían invadido la Tierra. Me asomé a la ventana. No había nadie en la calle. Me aterró el estruendo de los aviones supersónicos sobre la ciudad. Del edificio vecino salió un grito: -¡Ha estallado la guerra!- y una invocación a la piedad de Dios.

No me atreví a mirar de nuevo el televisor. Bajé al refugio. Estaba a salvo. Cerré la puerta secreta que iba a defenderme de la explosión, las llamas, el estroncio 90. Me rodeaban muros invulnerables, depósitos de agua pura, miles de latas de conservas, toneladas de frutas y verduras en los congeladores, energía eléctrica suficiente para medio siglo, quinientos discos de música clásica y popular, ochocientas novelas policiales y de ciencia-ficción.

Por fortuna evité que hubiera comunicaciones de ningún tipo; ni radio ni teléfono ni televisor. ¿Para qué? Al menos no sería testigo del fin de todo. Si años más tarde, cuando las nubes y el polvo radiactivo se hubieran alejado, otros hombres salían de sus refugios con la esperanza de fundar un mundo nuevo, yo no iba a estar entre ellos. Jamás regresaría a la tierra devastada para vivir entre monstruos cubiertos de pústulas y escamas. No me forjaba ilusiones. El shelter sería por lo pronto mi salvación y dentro de algunos años mi tumba.

Pasé despierto las primeras noches, torturado por la sensación de que allá arriba todo se quemaba, se asfixiaba, se corrompía. Meses después el terror me sobrecogió al escuchar ruidos levísimos en la puerta que, pensé, nadie podría descubrir nunca. Me estremecí de sólo imaginarme a aquellos seres deformes y el horror de sus llagas. Esa carroña nunca traspasaría el umbral de mi asilo.

Los ruidos continuaron diariamente. Mi soledad quedó obsesionada por el pánico de que encontrara mi guarida la dinastía exhumana de seres devorados por la radiactividad, únicos habitantes del planeta. Al décimo año de mi vida en el shelter la luz eléctrica se extinguió. Ya no pude leer ni escuchar música y se pudrió cuanto guardaban los congeladores. Nada podría describir la noche perpetua en que viví, acosado por la fetidez y la humedad sepulcrales.

Muchos años más tarde, cuando también se acabaron el agua y las conservas que había supuesto eternas, me revolví en las tinieblas durante muchas horas, temiendo la visión infernal que iba a encontrar afuera. Por último, ya a punto de morir de sed, abrí la puerta, ascendí hacia la oscuridad que se había adueñado de la Tierra, caminé a ciegas y escuché de repente los gritos de lo que (supuse) había sido una mujer.

Quise acercarme. Ella escapó. Golpeándome contra las paredes me interné en un laberinto. A trechos veía algo semejante a una luz rojiza. Tropecé y caí de bruces. Poco a poco recobré algo de vista. Con asombro y pavor me di cuenta de que la casa era mi casa; la calle, la misma calle en que pasó mi vida; la ciudad, la ciudad en que nací, ilesa y diferente, ahora poblada de hombres y mujeres que llegaron al mundo años después del día en que fui sepultado por el miedo.

Para entonces ya me rodeaban muchas personas que vencían el asco provocado por mi mal olor, mis larguísimos cabellos blancos, mis ojos dementes, mi boca desdentada y carcomida por el escorbuto, mi piel llena de pústulas y escamas. Un anciano reconoció en mí al vecino desaparecido muchos años atrás. Mientras me llevaban al hospital en que ahora agonizo me enteré de todo: no hubo guerra, en el último instante nadie aceptó la orden de oprimir los botones, el mundo estaba en paz y había destruido todas sus armas nucleares.

 

 

 


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