Palabra de escritor:

 

Escribir es una forma de conocimiento

 

Semblanza del escritor Guillermo Samperio

 


 

Los últimos de los Ramseses

 

Por allí voy al anochecer, en el campo de montes azules y filos violetas y malvas; llevo una máscara amarilla, ceñida a mis facciones. Los brazos hacia arriba y mis manos portan guantes también amarillos, el color de nuestro signo; al fondo ya se nota un poco la luz de la luna llena. Y debo confesar que mi espíritu ya se había debilitado, que una noche de luna llena como ésta no tuve ganas de asistir al concilio nocturno y que no deseaba ver más cómo sacrificábamos al alce frente a la hoguera de leños gruesos, arrancarle luego la cornamenta para después dársela a algún niño que todavía no la tuviera, preparándolo, sin que lo supiera, para las noches de los concilios.

 

Después de empalar el cuerpo del alce y asarlo casi al carbón, cada uno de nosotros, con los guantes amarillos puestos, le arrancábamos trozos de su cuerpo hasta que el Ministro, evaluando que ya el esqueleto se transparentaba, emitía un grito de “Alto”; nosotros nos aquietábamos y poníamos la cabeza hacia abajo en el sitio en que estuviéramos. El Ministro lanzaba entonces dos oraciones con voz firme, mirando hacia la luna, al fin de las cuales, los jóvenes mayores repartían copas y nos servían vino de la mejor cosecha de nuestros viñedos –los propios jóvenes se servían en copas doradas semejantes a las que nosotros usábamos.

 

El Ministro nos pedía que nos hincáramos en círculo y, dirigiendo los brazos hacia la Madre Diana, circular como espejo de platino, y dijéramos al unísono: “En el Monte de los Inmortales divisamos una deidad, resplandece su mirada como un aro fugaz. Las estrellas se deslizan por una puerta rojiza en su entorno; y, desde su belleza nívea, se alzará nuestra destreza”.

En ese instante, levantábamos las copas hacia el cielo negro, señalando a la Diana y luego bebíamos el vino hasta darle fin. Los jóvenes recogían las copas, en tanto nosotros nos abrazábamos, incluyendo cuatro golpes en la espalda, los cuales representaban la estrella de las múltiples direcciones, lo que a su vez quería decir que éramos libres para ser los que éramos y luego regresábamos a nuestras casas, llevando en el pecho esa libertad.

 

Aquella noche que yo no asistí soñé con todo esto y pensaba que no había tal libertad y que si éramos un grupo grande de simples campiranos con viñedos y cría de cerdos, además de cazadores de acuerdo con las leyes del país, no había necesidad de evidenciar nuestra barbarie, ocultándola con una ceremonia tan primitiva. A nuestro entorno nadie recuerda a Diana, nadie mira a la luna ni la llama madre; esa deidad fue expulsada ya de hecho, con inferiores cultos, en la época de los últimos Ramseses. En los poblados que nos rodean y que no quieren mezclarse con nosotros ni nosotros con ellos, ahí cortan y asan a los alces en la cocina y se sientan a la mesa a comer; y los que no son cazadores nada más van al mercado central y compran las piezas que necesitan, empaquetadas y limpias, sin tener que arrancar con la propia mano el trozo que nos tragaremos.

 

Sin embargo, al día siguiente me di cuenta de que era un apestado en la población; no sólo no me hablaban sino que además me veían con ojos de arma de fuego. Es cierto que a nada me obligaban, ni mi propia familia, pero en medida de que se acercaba el día de la nueva luna llena, sentía que cada una de las gentes de la población metía su mano en mi pecho para arrancarme un trozo de alma

hasta dejarme vacío. Por ello, cuando fui a hablar con el Ministro y suscribir mi reincorporación a la ceremonia de esta noche, se llevaron a cabo los preparativos de mi renacimiento, pues el Ministro, todo el pueblo y yo mismo sabíamos muy bien que yo me había quedado sin alma.

Voy corriendo en la vegetal oscuridad azulosa, con a veces ráfagas violetas y malvas; llevo la máscara amarilla, ceñida a mis facciones. Mis brazos van en alto con mis guantes amarillos; los demás, en lugar de guantes, llevan sólo máscaras amarillas. Detrás de mí va el Viceministro y, a unos metros más adelante, el Ministro. Bajo la máscara, llevo la cabeza vendada, así como el cuello y partes de brazos y piernas, a la manera de los cadáveres del antiguo Egipto. Nos estamos avecinando al amplio claro de luna; por ello los reflejos azules son más claros en mi pecho, en el del Ministro y la vegetación que nos rodea. A nuestras espaldas, donde vienen más hombres, el azul es más intenso, casi oscuro, y por ello no se distinguen. Ese es el motivo por el que pareciera que sólo cuatro luces amarillas cruzan la vegetación como si alguien, con sus pinceles, nos estuviera pintando.

 

 

 

 

 

 

 

 

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